Modelo de machote hispano: Ignacio Sánchez Megías muerto en la plaza de Manzanares 13-08-1934



andrés amorósActualizado:04/05/2014 18:34h1 El País
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El «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías» de García Lorca ha hecho famoso, en el mundo entero, este nombre. Creen algunos, incluso, que Federico lo inventó. Naturalmente, no es así. Ignacio fue un personaje fascinante: matador de toros, mecenas de la generación del 27, autor dramático, conferenciante en Nueva York, crítico de sus propias corridas, Presidente del Betis y de la Cruz Roja sevillana... Los que le conocieron insisten en su enorme atractivo personal: «todo un hombre», me han dicho Pepín Bello y Alfredito Corrochano, sus grandes amigos. No fue un efebo sino un hombre corpulento, que tenía notable éxito con las mujeres. Su vida sentimental se centra en tres: Lola, Encarna y Marcela. El 27 de septiembre de 1915, en Sevilla, Ignacio Sánchez Mejías se casa con Lola Gómez Ortega, hermana de los «Gallos». Tiene entonces 25 años y está aprendiendo el oficio, como banderillero, junto a «Joselito»; para él, su maestro, su modelo, casi un dios. (Es patética la famosa fotografía de Baldomero en que se le ve, en Talavera, en 1920, con el rostro apoyado en la mano, como un pensieroso, junto al cadáver de José).
Con Lola, Ignacio tiene dos hijos, Ignacio -que también fue torero- y María Teresa. Lola era gitana, bailaba con gracia, estaba muy enamorada de él... pero se le fue quedando atrás cuando el diestro amplió sus inquietudes culturales. No existía divorcio en España. Lola ocultaba su dolor con admirable dignidad. Me contaba Alfredito -que pasó temporadas en Pino Montano, la finca sevillana donde vivía el matrimonio- que, a veces, de noche, el dolor de sus numerosas cornadas le impedía dormir a Ignacio: Lola bajaba de su habitación y le aplicaba pomadas calmantes...
A partir de 1925, vive Ignacio su gran amor con Encarnación López Júlvez, «la Argentinita», la gran revolucionaria del baile español, al que logra dar prestigio internacional. (Un psicólogo debe considerar curioso que ella había tenido, antes, una cierta relación sentimental con «Joselito», el modelo de Ignacio). Encarna es gran amiga de Lorca: él la acompaña al piano en la grabación de las «Canciones populares antiguas» que ha reunido: «El café de Chinitas», «Los mozos de Monleón», «Los cuatro muleros», «Las morillas de Jaén»... Federico, Encarna e Ignacio forman un trío de amigos. Ignacio pasa temporadas en Madrid, la visita en el piso de la calle General Arrando donde, hasta hace poco, ha vivido Pilar López, la hermana de Encarna: allí he visto yo retratos de él...
En 1933, Ignacio y Encarna crean la Compañía de Bailes Españoles, que estrena un espectáculo ambicioso, «Las calles de Cádiz», con texto de «Jiménez Chávarri» (el propio torero), música de Falla y decorados de Ontañón. Pilar López me resumió el efecto que causó en el público madrileño: «¡Se armó la de San Quintín!». Pero Ignacio seguía teniendo éxito con las mujeres. Me contó Rafael Martínez Nadal, el gran amigo de Federico, que, si el diestro iniciaba algún coqueteo, Federico, puritano, le reñía, en nombre de su amiga Encarna...
Menos conocida es la historia de Marcelita: Marcelle Auclair, una hispanista francesa, que había pasado su infancia en Chile y se casa, en 1926, con el escritor Jean Prévost (se divorcia de él en 1939). En los años sesenta, publica una biografía de Santa Teresa de Jesús y un par de libros sobre la felicidad, además de fundar la revista «Marie Claire». En febrero de 1933, Marcelle, que tiene 34 años, visita Madrid. Lorca le recomienda que conozca a Ignacio, «el andaluz por excelencia». Él es 9 años mayor que ella. Se conocen en casa de Jorge Guillén, en la lectura que hace Federico, a un grupo de amigos, de «Bodas de sangre».
Años después, ella lo recuerda en su libro «Enfances et mort de García Lorca»: «Se sentó a mi lado. No decía nada. Me miraba. Yo le miraba. Los dos, mudos, heridos en lo vivo. Yo estaba allí, en mi silla, y él me miraba. Sus manos temblaban. La idea de marcharme, al día siguiente, se me había hecho insoportable... Acabada la lectura, nos encontramos en la calle, Ignacio y yo, con los otros amigos, que no se atrevían a dejarnos. Federico gruñía: "¡Qué barbaridad!” Pasamos toda la noche, parándonos de vez en cuando en algún café. Ignacio sólo bebió agua pero recitó poemas de Góngora, más ardientes que todos los licores». También, una preciosa canción popular asturiana, que he podido localizar: «¡Ay, amor! Si la nieve resbala por el sendero, ¿qué haré yo?».
Al final de la noche, fueron a dar a un baile popular, en La Bombilla. Allí, bailaron juntos, al son de «La verbena de la Paloma»: «Al primer paso de baile que dí, Ignacio me paró en seco y, poniendo sus grandes manos sobre mis hombros, me dijo: ”Aquí, soy yo el que mando”».
Federico vivió esto -según su expresión- como «un dramón»: «Conozco de sobra a Ignacio para saber que, esta vez, es grave. Ella tiene un marido e hijos. Él, a "la Argentinita”. Si llega a pasar lo que preveo, Encarna los mata a los dos». Vuelve Marcelle a París, creyendo que la relación ha terminado. Pero Ignacio se presenta allí, en su casa y se encuentra con el marido: «La declaración de guerra, entre los dos, fue muda pero brutal». Luego, esa tarde, la lleva a escuchar a unos gitanos: «Único contacto físico: un beso, en el taxi, que ha durado de Étoile a Montrouge. Quedamos en vernos al día siguiente».
Pero un capricho del Destino lo impide. En Sevilla, el administrador de los Bienvenida asesina a Rafaelito, el menor de los hermanos, que tenía 15 años y estaba con su amigo, Joselito Sánchez Mejías, el hijo de Ignacio, en casa de éste. El juez llama a declarar al torero, que tiene que volver precipitadamente. Y la escritora francesa se asusta, recordando las palabras de su marido: «Hay sangre entre ese hombre y tú».
En el verano de 1934, Marcela está en Santander, en los cursos de la Universidad Internacional. El 5 de agosto, asiste, con sus amigos, a la corrida en la que torea Ignacio, que ha vuelto a los ruedos: «Lleva un traje azul y oro, su perfil de "sombrío Minotauro” tiene una gravedad hierática. Emana de él una fuerza tranquila que nos da seguridad».
Ignacio la descubre, en el tendido, al dar la vuelta al ruedo. Esa noche, la llama por teléfono: «Me quedan tres contratos: mañana, en La Coruña; el 10, en Huesca; el 12, en Pontevedra. Cumplido eso, dejo definitivamente de torear».
¿Lo pensaba de verdad o sólo intentaba tranquilizarla? ¿Quería verla de nuevo? No lo sabemos. Seis días después, el 11 de agosto, Ignacio sufre una grave cornada, en Manzanares: muere en Madrid, dos días más tarde. En Santander, Federico le entrega a Marcelita (así la llamaba) un cartón en el que ha pegado, con la ingenuidad de un niño, varios recortes y fotografías de Ignacio. Luego, le dedicará un ejemplar de su gran poema: «A mi querida amiga Marcelle. Este recuerdo de nuestro inolvidable amigo. Con un abrazo de Federico García Lorca».
No hacía falta más. El poeta había vivido de cerca su historia de amor. Gracias al «Llanto», Ignacio Sánchez Mejías no ha muerto del todo. Y, hasta el final de sus días, en 1983, Marcelita guarda en su corazón el recuerdo de aquella despedida, en la Estación de Orsay: siempre le quedó París. Y una noche de amor, en una verbena madrileña.